Avenida Tahrir, 12° piso. Me levanto temprano esta mañana y salgo al balcón a tomar café. El sol a estas horas extiende un manto tenue y difuso sobre una ciudad que todavía duerme en el letargo, apabullada por su noche frenética. Desde el edificio de enfrente un vecino abre la puerta de la terraza y, entre las miles de antenas polvorientas que se agolpan y dibujan la silueta aérea de El Cairo, aparece una gallina caminando de puntapié sobre la baranda y a su lado, una cabra. En pleno centro de la ciudad.
Y entonces ella despierta, despierta en un sobresalto, al compás de miles de bocinas y conductores que se agolpan entre sí, al compás de gritos que irradian los altoparlantes de vendedores ambulantes, y de una plegaria que reverbera con su eco el llamado de miles de mezquitas desperdigadas por la urbe. La fauna de El Cairo es única. Y su gente también.
Una vez que despierta, la ciudad toma las riendas de una carroza delirante que arrasa y arrastra todo aquello que encuentra a su camino. Es una fuerza avasallante, que a fuerza de estímulos caleidoscópicos te aspira todas las energías en pocas horas. Me ocurre muchas veces que salgo a la mañana y camino sonriente por la calle, casi enamorada de la ciudad, para regresar a la tarde envuelta en una nube de furia, odiándola.
Empiezo entonces a preguntarme si todo esto vale la pena. Empiezan a aparecer también los miedos; el miedo a no encontrar trabajo, el miedo a equivocarme y perder lo que ahorré con esfuerzo en este tiempo, el miedo a perder el eje y arruinar mi carrera, el miedo a la soledad. Pero en realidad sé que sola no estoy nunca; la vida me ha demostrado una y mil veces que nada en la vida pasa por casualidad, y he encontrado –en sólo un mes- personas increíbles que me abrieron los ojos y me dieron la palabra justa en el momento justo.
Una de ellas es Figen. Nos conocimos en una casa provisoria que alquilé los primeros días del mes. Secretamente la llamaba Morticia Adams, porque vagaba siempre por la casa con un lánguido vestido negro, pelo lacio y oscuro enmarcando su cara, y una expresión seria e impenetrable. Es turco-americana y tendrá unos 40 años, pero al escucharla hablar, no los aparenta. Excéntrica, olvidadiza hasta más no poder, y ocurrente. Se dedica a hacer una técnica de masajes terapéuticos a través de meditación, y viaja por el mundo buscando clientes. Cada dos días cambia de idea y elige otro destino como próxima parada. Y yo, hasta ayer, no paraba de reír de su locura, de su actitud de no-me-importa-nada, de su extraño acento americano, de sus comentarios sin sentido. Fue una sorpresa de persona.
Hablando de sueños, objetivos e ideales, le contaba a Figen porqué estoy acá. En definitiva, la razón por la que todos los extranjeros volvemos irremediablemente a El Cairo: nos encontramos encantados, casi obnubilados por la espiritualidad que transmite cada partícula de aire, por la solidaridad que transmite el mínimo gesto, y por ese trato con el prójimo que nos deja boca abierta y queriendo más. Le contaba también mi búsqueda personal, aquella de vivir mis ideales en carne propia, aquella de aprender a ver el mundo con otros ojos, despojados de prejuicios.
Pero Figen me hizo una pregunta muy simple que detuvo todo el círculo de pensamiento. “Y en todo esto, ¿Dónde está tu proceso creativo? ¿Qué estás aportando vos a todo ésto? La pregunta se quedó en mi cabeza por varios días (a decir verdad, todavía sigue allí). A veces pienso que la vida del viajero es una vida “malcriada”, que nos mal-acostumbramos a vivir tantos estímulos y emociones que muchas veces terminamos concentrándonos sólo en nuestro aprendizaje y perdemos de vista al “otro”, no importa de quién se trate. ¿Es justo vivir sólo como un observador? ¿Vale la pena?
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