Nos subimos al avión un lunes de Noviembre, sabiendo que nos esperaba un desafío. Dos latinoamericanas residentes en Europa, se adentraban por primera vez al mundo árabe-africano. Convencida de que cada viaje es una excursión hacia adentro, me dije que sería la ocasión ideal para aprender a ser más tolerante.
Nos sentamos al lado de Sara, una chica marroquí que había emigrado hacía 4 años a Europa, se había casado con un italiano, y vivía en un pueblito de la Calabria. Era la primera vez que tomaba un avión en su vida, al igual que el resto de los integrantes de su familia, que viajaban con ella.
Habían partido todos juntos en autobús, porque no podían pagar un avión y éste les permitía cargar todas sus pertenencias, en un viaje de días y días a través del estrecho de Gibraltar, cruzando toda España, Francia, y descendiendo desde el norte de Italia sin más que sueños como destino.
De todos los vuelos low-cost que tomé en mi vida, en los que la publicidad de las azafatas te atiborra de trompetas y sonidos, nunca me aturdí tanto. Parecíamos sumergidas en un bullicio constante de mujeres de cuerpos generosos conversando de fila en fila, de niños gritando, de altoparlantes cada vez más altos para vencer el bullicio y lograr vender. “LISTO –pensé– todavía no empezó el viaje y ya fracasé en mi intento de aprender la tolerancia”.
Poco a poco, comenzamos a ver algunas luces hacia abajo: era de noche, y comenzaba a delinearse desde arriba la tela anaranjada de luces que dibuja Marrakech.
El avión comienza a descender, y ya muy cerquita del suelo, los tripulantes estallan en gritos, silbidos y aplausos. Era verdaderamente un festejo, que se vió interrumpido por el ruido y el golpe de las ruedas sobre el pavimento. Fue ahí que todos –con la excepción de los cuatro turistas que viajábamos con ellos– se levantaron, con el avión todavía carreteando, desesperadamente buscando sus valijas, bolsos y bolsas (porque muchos, dadas las restricciones de equipaje de la aerolínea, habían puesto sus pertenencias en bolsas de consorcio grandes, atiborradas de cinta adhesiva).
Entendimos que eran casi todos los que viajaban en avión por primera vez.
Era tanto el descontrol, entre gritos, aplausos y bruscos golpes al maletero del avión, que las azafatas no sabían cómo detenerlos. En ese momento, el capitán, que no pudo con su rabia y su etnocentrismo, estalló en un anuncio desde la cabina, diciendo en tono irónico, y en inglés: “Los pasajeros vuelvan a sus asientos urgentemente, ya que el avión está todavía en movimiento. Si no son capaces de darse cuenta, no es culpa nuestra“.
¿A nadie se le ocurrió pensar que el anuncio debía ser al menos en una lengua comprensible para los marroquíes, como el francés? ¿Nadie se dió cuenta de que, en un país con entre 30% y 40% de analfabetismo, el inglés es tan incomprensible como el italiano? ¿A nadie le escandalizó, como amí, la soberbia ignorante del anuncio?
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