La noche estiva cae tarde y parsimoniosa en Edimburgo, abatiendo lentamente las horas que el viento estira. Son las 21.30 y el mar aún se alcanza a ver desde lo alto de Carlton Hill, bajo un ciello amarillo que parece derrumbarse sobre la vieja ciudad. Un viento frío se cuela entre los pocos visitantes que llegamos a la colina, mientras la tarde lentamente se deja vencer.
Cuentan que es muy distinta la historia que escribe el invierno, cuando las largas noches y la bruma caprichosa despiertan la imaginación y desvelan a los espíritus. Entonces, cazadores de brujas, profanadores de tumbas, traficantes de muertos y espíritus inquietos reviven las miles de leyendas que tejió esta ciudad medieval poblada de cementerios y rodeada de precipicios. Estaba buscando el Grassmarket, centro neurálgico de la “vieja ciudad” cuando, hacia un costado de la calle se abrió un panorama inesperado.
A lo lejos, al final de la estrecha callecita de piedra se imponía una gran roca verde y negra, coronada por un enorme castillo de piedra. La grandeza de la fortificación, el verde intenso de la roca que lo sostenía, y una inexplicable sensación de lejanía e inmediatez simultánea, me dejaron inmóvil por algunos minutos, digiriendo cada milímetro de un panorama que parecía surreal. Aquel monte tan macizo y tan verde fue, milenios atrás, un volcán convertido en roca y abrazado por los glaciares de la Era del Hielo, que dejaron a su paso una “cola” y un gran precipicio a ambos lados: el valle de Grassmarket hacia el sur, y el pantano Nor’ Loch hacia el norte. Y sobre aquella colita se construyó la “Royal Mile”, una avenida que recorre el centro de la vieja Edimburgo desde el castillo hasta el palacio de Holyrood, donde actualmente reside la reina. Paralelamente a ella corre el Grassmarket, destino al que finalmente llegué. La historia de la plaza, decorada por una hilera de restaurants y cafés escoceses, se respira en el mismo aire.
Allí se realizaban las quemas de brujas y se colgaba a los traidores de la patria, aquellos que se atrevieron a reberlarse contra la imposición de la Iglesia de Inglaterra. Los “covenanters”, como se denominó a los firmatarios del covenant, o pacto, eran ciudadanos que se resistían a someterse a la Iglesia anglicana de Inglaterra, que se impuso sobre la Iglesia presbiteriana durante la centenaria unión de los reinos escoces e inglés bajo James VI, en el siglo XVII. Miles de ellos fueron colgados en la plaza y otros miles fueron encarcelados en una prisión sin techo ni abrigo, pereciendo ante el cruel invierno escocés.
La prisión se encuentra al lado del cementerio Greyfriars, adonde un inesperado “ghost tour” me llevó esa tarde. Cuentan que la creatividad de los guardias a la hora de aplicar torturas no tenía límites, llegando a colgar a los prisioneros a la pared hasta que murieran. Allí se encuentra el Mausoleo Negro, guarida de Mackenzie Poltergeist, el torturador más famoso de todos los tiempos, no tanto por la crueldad que lo caracterizó durante su vida, sino sobretodo por aquella que demostró después de su muerte. Es que el espíritu insosegable de “bloody Mackenzie” no se resignó a dejar la ciudad de la bruma y aún hoy recorre días y noches amedrentando a quienes se acercan a su tumba. Se trata del caso sobrenatural mejor documentado de todos los tiempos, habiendo sido estudiado en libros y presentado en artículos periodísticos y documentales.
Curiosa es la historia de uno de sus habitantes, que ni aun despues de su muerte logro conjurar la presencia de los espiritus en el imaginario popular. David Hume, uno de los padres del empirismo, pudo haberse atrevido a negar la existencia de Dios en vida, pero sus palabras se fueron con las llamas aquella noche en que, con antorchas y ritos, sus amigos ingresaron al cementerio para ahuyentar a los espiritus que, aseguraban, lo habian impulsado a pactar con el diablo.
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