El día que un árabe me hizo llorar

El día que un árabe me hizo llorar

El primer fin semana en Egipto me fui a Alejandría, a conocer su famosa biblioteca, a ver el mediterráneo africano, a conocer la ciudad que inmortalizó Cleopatra cuando enamoró a Julio César y después a Marco Antonio.

Tomé el tren después del mediodía y llegué justo antes de atardecer. Estaba sola, pero la gente que había conocido en el Cairo me había puesto en contacto con un chico de Couchsurfing para que me mostrara la ciudad a través de los ojos de un Alejandrino. Nos encontramos con Amr cerca de las 9:00, en un café cercano al mar, sobre la plaza principal. Charlamos durante horas de nuestros viajes, nuestros sueños, de la primavera árabe, de la sociedad egipcia. También le pregunté, como lo hago con cada egipcio que conozco, por el hijab (el velo islámico que usan las mujeres). Se ha convertido casi en una obsesión para mí, fuente de una curiosidad insaciable.

Hicimos planes para ir a la costa el día siguiente, junto a un amigo que tiene una casa en la playa. Cuando terminamos de conversar, le propuse salir a dar una caminata a lo largo de la rambla, que estaba repleta de cafés y restaurantes desde los cuales hombres, mujeres y familias miraban la gente pasar mientras fumaban shisha.

Amr aceptó mi sugerencia, pero una vez que salimos a la calle empezó a caminar muy rápido y delante mío. Aceleré mi paso, intenté hacer de cuenta de que no pasaba nada, y seguí contándole las peripecias de mi primer semana en el Cairo. Era la única turista en la calle, y la única mujer que no llevaba velo. Amr seguía caminando rápido, yo intentando alcanzarlo con mis piernas cortas entre la cantidad de gente en la rambla, y él cada tanto se volteaba, pero era claro que no estaba siguiendo la conversación. Pocos minutos después, se detiene y me dice:

-“Lo siento, pero no me siento cómodo caminando acá, prefiero que nos vayamos”.

-“Bueno, está bien. ¿Pero qué pasa?”, le pregunté.

-“No me gusta ser observado como una estrella de hollywood”.

Bajé la cabeza y crucé detrás de Amr, que ya había empezado a atravesar de la avenida. No pude evitar que me empezaran a correr lágrimas. Cuando llegamos a la esquina, se da vuelta y al verme, me pregunta:

-“¿Por qué lloras, qué pasó?

-“¿A vos no te darían ganas de llorar si alguien te dice que se avergüenza de un hecho tan simple como caminar al lado tuyo por la calle?”, le dije.

Abrió los ojos, desconcertado, me dió la mano y me llevó a una calle lateral que hace esquina con la avenida. No podía creer que había hecho llorar a una mujer. Se sentía avergonzado, me pedía disculpas una y otra vez, mientras yo intentaba explicarle que no era tristeza ni enojo, sino una emoción muy fuerte lo que sentía, difícil de explicar. Yo había pasado ya una semana en el Cairo y me había habituado a las miradas, a los constantes “psss” con los que buscan llamar la atención, a caminar mirando sólo hacia adelante y a no reparar demasiado en lo que pasa a mi alrededor. Se lo expliqué a Amr, intentando convencerlo de no hacer caso de las miradas, pero él me respondió:

-“Claro, vos podés porque no entendés lo que dice la gente”, me respondió.

-¡¿Qué?! ¿Qué dicen de mí?”, dije sin poder evitar un estallido de llanto. Tuve la impresión de que, por no llevar velo, o caminar con mangas cortas y jeans por la calle podría ser señalada como una “indecente”. Pero nada de eso.

-“No, no. es de mí que dicen cosas en realidad”, dijo. Me explicó que muchos jóvenes árabes vuelven de viajes en el Caribe o la Polinesia con mujeres occidentales, a las que casan por el dinero; y como la amistad entre el hombre y la mujer es raramente expresada en público, vernos caminando en la calle generaba esta serie de prejuicios.”¿Te das cuenta?, no es por vos”, repitió.

-“Lo que me aflije es hacer sentir incómoda a una persona por el hecho de caminar conmigo en su propia ciudad”, le respondí.

Probablemente no era tanta la gente que nos estaba mirando, después de todo. Pero para Amr se hizo insoportable. Y eso para mí significó un mundo. Significó sentirme diferente, sentirme imposibilitada, sentir como una barrera de cemento la imposibilidad de encajar en la sociedad. Sentir, sobretodo, lo que muchas mujeres sienten en nuestras sociedades occidentales.

Quizá esa sensibilidad excesiva se había agudizado por la búsqueda que significó para mí este viaje, por la curiosidad que me había llevado a acercarme a la cultura árabe y a una religión tan estigmatizada en el mundo occidental. Y esto vino a representar un baldazo de agua fría. Quizá, lo que sin saber estaba esperando cuando me propuse este año aprender a ponerme en los pies del “otro”.

Hoy con Amr somos grandes amigos. La experiencia probablemente nos acercó mucho.

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